Mi primo Luis tenía muchas
habilidades, pero la más destacada era su poder de convencimiento. Cuando era
pibe, siempre andaba merodeando los cafés, clubes y cines de la ciudad, que le
posibilitaba estar enterado de todos los chimentos políticos y sociales de todo
calibre.
En aquellos tiempos la parroquia
editaba la revista “La Cruz del Sur”,
que en una de sus páginas detallaba las películas que estaban en cartelera con
su correspondiente calificación moral. Las valoraciones iban desde Aconsejable,
Buena, Regular, Mala, Muy mala, hasta: ¡ESCABROSA! con mayúsculas y signos de
admiración. A los padres de familia les servía de referencia para controlar a
sus hijos, respecto a sus diversiones. Un día la mamá le preguntó a Luis adónde
había estado la noche anterior, y él -sospechando cómo venía la mano- se
adelantó y le respondió muy cándido: “¿Sabés
mamá que anoche las hermanas del colegio llevaron a las pupilas al cine?”
Esa noche el cine Ideal exhibía una película ESCABROSA, pero Luis convenció a
su madre de que era todo lo contrario. ¡Cómo iban las hermanas a llevar a sus
alumnas a ver una película prohibida! ¡Imposible!
Cabe aclarar que, en algunas
ocasiones, y de acuerdo con la película que se exhibía, las religiosas llevaban
al cine a las alumnas internas, tanto como para distraerlas durante esos fines
de semana de encierro tedioso. Lo mismo hacía don Manuel Vicente Manzano con
sus pupilos, que generalmente llegaban tarde y en tropel, metiendo un batifondo
infernal. Cuando se corría la cortina en plena función, siempre alguien acotaba
en voz alta: “¡Cagamos, llegó Manzano!”,
lo que generaba gran carcajada en toda la sala, seguida de otras ocurrencias
muy originales. Por supuesto, los pibes del Manzano no eran angelitos y hacían
de las suyas. Según cuentan, don Manzano tenía el dedo índice derecho un poco
corvo y cuando les ordenaba formarse les decía: “Formen fila derecha como este
dedo”, y claro, los sabandijas lo hacían siguiendo la indicación al pie de la
letra lo que provocaba la ira del maestro.
Luis era muy religioso y creyó
que su vocación era el sacerdocio; por eso ingresó al Monasterio de los Padres
Pasionistas en Capitán Sarmiento. Todo iba viento en popa, hasta que un día de
aquellos en que se hacen limpiezas internas, lo que en la colimba se conoce
como ‘orden cerrado’, el celador descubrió que el seminarista Luis tenía en un
rincón del ropero una parva de papeles cuidadosamente envueltos. El
fiscalizador instintivamente abrió los ojos, tomó el fajo de papeles y cuando
desató el lazo, se encontró con una colección epistolar de perfumes variados y
contenidos de alto voltaje sensual. Luis quiso dar una explicación, pero la rigurosa disciplina
monástica no daba lugar a justificativos. ¿Cómo era posible que un aspirante al
celibato recibiera tantas cartas melosas en un lugar donde se custodiaba celosamente
todo contacto con el mundo exterior? Además ¿quién podría escribirle tantas
cartas a un seminarista? Un interrogante sin respuesta, pero con indudable
complicidad externa. Nunca se supo quién fue ese compinche, pero seguro que estaba
entre aquellos que por distintos motivos ingresaban a los claustros para las
provisiones, reparaciones o simplemente recolectar los residuos. Sea como
fuere, Luis se las ingenió para mantener contacto con el mundo exterior.
A la mañana siguiente muy temprano
comenzó la indagatoria, que duró lo que un “flatos” en una canasta, porque Luis
no pudo responder las preguntas del inquisidor: “¿Quiénes son Susana, Marta, María Isabel...?
Ese medio día, con todos sus
bártulos a cuestas, Luis partió a la estación ferroviaria en compañía de un
celador y abordaron el tren rumbo a Venado Tuerto. ¿Se había esfumado la
vocación sacerdotal, o era simplemente la loca aventura de un adolescente?
De jovencito venía siempre a
nuestra casa y era muy compañero de mis hermanas María y Moira, que tenían
entonces 10 y 6 años, él ya estaba en los 13. Como dije antes, Luis era un
chico “de mundo”, y cuando el 9 de mayo de 1946 vino a inaugurar el Colegio
Nacional el presidente de la República Edelmiro Farrell, las calles de la ciudad
se inundaron de gente. Mi padre trabajaba en el ferrocarril y estaba afectado a
la empresa que era el medio de transporte presidencial, por lo tanto, ese día
estaba de servicio; mis hermanos estaban pupilos en el Colegio San Pablo y mi
hermana mayor en el Santa María de San Antonio de Areco. Los únicos que
estábamos en casa éramos María, Moira y yo.
El tren llegó pasado el mediodía y los tres fuimos con mi madre a la
plazoleta del ferrocarril donde había granaderos a caballo apostados a ambos
lados de la playa de estacionamiento. Es muy poco lo que recuerdo -tenía 4
años- pero la imagen de los granaderos me quedó grabada, y la actitud de doña
Julia Raczcowski, nuestra vecina, que me subió al tapial de la pérgola para que
pudiera ver mejor. Mientras tanto mis hermanas se encontraron con Luis y lo
convencieron para que las llevara hasta el colegio que se iba a inaugurar.
Terminado el acto de recibimiento en la estación de trenes, con mis padres
retornamos a casa, mientras las autoridades y el público se dirigieron al acto
inaugural del colegio ubicado en calle San Martín entre Pellegrini e Iturraspe.
Las chicas todavía no habían regresado a casa y comenzó a cundir el
desconcierto, que fue en aumento a medida que pasaban las horas y no aparecían.
El ambiente se calentó cuando el sol se escondió.
Finalmente, mis hermanas
aparecieron con Luis, entonces se armó la madre de las trifulcas. Al que le
levantaron el peso fue al pobre Luis, que no quiso llevarlas, pero ellas
insistieron tanto que lo convencieron y pasó a ser de convincente a convencido.
Lógicamente, esta versión se conoció mucho tiempo después, cuando el
remordimiento comenzó a mellar la conciencia de mis hermanas. Mientras tanto, toda la responsabilidad
recayó sobre Luis que, como buen caballero, aguantó el lonjazo sin chistar.
Encarador como burro tuerto, no
medía las consecuencias de su audacia.
Cuando consiguió trabajo como viajante de un negocio de venta de
repuestos automotores, se hizo muy compinche de su empleador que tenía como amante
a la esposa de un prestigioso hombre de leyes. Un día, cuando su patrón
regresaba a Venado, se quedó a mitad de camino por un desperfecto mecánico, y
desde el taller llamó por teléfono a Luis para pedirle que se llegara hasta la
casa de su amante para avisarle del inconveniente surgido; éste cumplió con el
mandato, pero se le fue la mano, esa noche se quedó a dormir con la señora y
desbancó a su jefe. Desde ese día la mujer optó por el más joven. Según
chimentos que circulaban en abundancia, el profesional -un tipo entrado en
años- confesó durante una sobremesa con mucha carga etílica, que su mujer ya no
le exigía tanto sexo como antes, e ironizó “o ella se está poniendo vieja o yo
más vigoroso”.
Luis debió tener sus encantos, porque
muchas veces oí decir a las damas de la comunidad irlandesa: “He’s a fine man!” (¡Es un hombre muy
apuesto!). Yo no lo veía así, pero claro, las damas tienen gustos muy propios y
nunca se llega a entender muy bien cuáles son sus preferencias masculinas, y
por lo visto -y oído- el tipo reunía las condiciones requeridas, de lo
contrario, sería un perdedor, y Luis no lo era.
Lo que sí puedo afirmar es que
era muy solidario. Si alguien sentía frío y estaba desabrigado, él le daba su
abrigo; tampoco mezquinaba en pagar una copa, un café o hasta una cena. Si no
lo hacía, era porque estaba cortado. De lo contrario, todo corría por su
cuenta. Si había que cuidar un enfermo, mantener guardia en un velorio, ahí
estaba Luis, listo para lo que manden. Claro que este lado positivo tenía su contrapartida.
Pedía plata prestada y se olvidaba de retornarla. Todavía algunos están
esperando el vuelto y ya están tocando el arpa.
Cuando llegó a su adultez cometió
muchas locuras, pero hay una que mereció el aplauso de propios y extraños, y no
porque fuera un acto heroico, sino todo lo contrario, jodió a uno de los más
grandes y temidos usureros de la ciudad. Esta situación fue catastrófica porque
puso en peligro a su familia, ante un individuo que no mezquinaba en ultimar a
quien lo embaucara, razón por la que era muy temido, y aunque nunca fue
comprobado, se decía que tenía algunos fiambres en su haber. Si bien su vida cotidiana era tan normal como
la de cualquier ciudadano, se había ganado la fama, lo que era suficiente para
no jugarle sucio.
Años más tarde me contaba un
amigo de Buenos Aires, que Luis no iba a Venado Tuerto porque un acreedor se la
“tenía sentenciada”. Un día este
amigo lo acompañó hasta San Antonio de Areco, donde debía encontrarse con un
familiar que a su vez venía en viaje desde Venado Tuerto. En esos días mi amigo
porteño estaba tramitando la devolución de unos ahorros que le había prestado a
Luis hacía cuatro años y que esperaba recuperar. Creo que jamás lo consiguió.
Luis falleció en Río Cuarto (Cba)
el 08 de enero de 1992 (RIP)