RELATOS ORALES

sábado, 12 de septiembre de 2015

MISIONERAS INGLESAS

Doña Petrona Eyras era una mujer criolla muy hacendosa, que por muchos años asistió a mi madre en los quehaceres de la casa. Mujer de plena confianza, Petrona conocía como nadie las costumbres de los “Guayase” y consideraba que el hábito que tenían de ir a misa todos los domingos -aunque cayeran cuchillos de punta- era una exageración. Petrona sostenía que encenderle una vela a la Virgencita de Luján todas las noches -como lo hacía ella- era más que suficiente para cumplir con los preceptos religiosos, porque en definitiva -a su manera- Petrona era profundamente religiosa, a tal punto que formaba parte de una legión de mujeres “rezadoras”, lo que no era otra cosa que la prolongación de aquellas “lloronas” de antaño, que en vez de pregonar gimoteos grotescos en los velorios, recitaban los quince misterios del rosario durante toda la noche, a cambio de una ofrenda voluntaria de los deudos. De esa manera se mantenían ocupados a los que aguantaban la noche, y serenaba los ánimos de los que se apiñaban en la cocina para contar chistes verdes y pasarse varias botellas de ginebra. Vale comentar que estas mujeres eran apalabradas por los familiares del finado, con el propósito de adornar el velorio con solemnidad religiosa, y acentuar el clima de aflicción y congoja que reinaba en la familia ante la partida del ser querido. Sin dudas, las rezadoras cumplían con su cometido, y lograban crear el clima que las circunstancias requerían, obviando la asistencia del cura, que era señal de mal agüero.

Pero vayamos al hecho central del relato, que se inicia una tarde de verano mientras mi madre preparaba el té de las cinco. Alguien llamó a la puerta, y mi padre, que estaba entretenido con sus manualidades en el “galponcito”, fue a atender. Allí se encontró con Petrona que estaba acompañada por dos señoras muy distinguidas. Una de ellas, la más menuda, usaba anteojos pequeños y redondos, y cual, si fueran gemelas, ambas tenían sus cabellos canos tomados prolijamente en un rodete y sus vestidos largos color gris con motitas blancas y zapatos negros abotinados, completaban el cuadro perfecto de Mary Poppins entrada en años.

Aquí vengo a presentarle a estas dos señoras inglesas de la Acción Católica que tienen interés en conocerlo... –dijo Petrona.

Las señoras inglesas parecían no entender, o simulaban no interpretar lo que decía Petrona, porque sin mediar palabras extendieron sus manos, y hablando un inglés con dominante acento irlandés, se presentaron como Margaret Keane y Anne O’Callaghan.

Mi padre, fiel a su estilo, y sin saber cómo reaccionaría mi madre, las invitó a pasar. Doña Petrona prefirió continuar su camino, en tanto las señoras se identificaban como “Misioneras de los Testigos de Jehová” de la ciudad de Corck, Irlanda. Mi viejo jamás rehuía debatir sobre creencias religiosas, pero en este caso el tema fue respetuosamente guardado. De esa manera se creó un clima muy irlandés, y entre tasas de té, tostadas y mermeladas, disfrutaron de una jornada placentera.

Las visitas se repitieron y para las irlandesas era una buena ocasión para saborear un exquisito “Irish tea” sin prejuicios religiosos. Durante esas conversaciones una de ellas dijo que los “Corkonians” planificaban abrirse de la República y formar su propia provincia. Mi viejo, sorprendido, preguntó si era cierto y ambas soltaron su risa disfrutando del chiste que tanto se difundió entonces por el sur de Irlanda, cuando los sureños apostaban a que la ciudad de Cork fuera la capital de la república.

La última vez que visitaron nuestra casa las “ladies of Jehovah”-como las bautizó mi padre- trajeron de regalo un libro sobre la vida de Roger David Casement,[1] un irlandés que trabajaba para una empresa inglesa en el Amazonas y que fue ejecutado por la Corona Británica en 1916 por haber denunciado las atrocidades que se cometían contra los aborígenes.

 Sin dudas, este fue un gesto ecuménico impensado en la década del 50.

[1] Años más tarde Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, recreó la vida de Roger Casement en su novela “El sueño del Celta”

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